La primera novela de Wilkie Collins
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Ioláni o Tahití tal como era, Wilkie Collins
Supongo que ese auge de la narrativa de Wilkie Collins, que nos trajo el fin de siglo, tendría algo que ver con los derechos de su obra. No pongo en duda que este acólito de Dickens merezca toda esa reivindicación de la que fue objeto en las postrimerías del segundo milenio. Pero tampoco me extrañaría que, esa avalancha de ediciones de Collins, que conocimos a finales de los 90, tuviera algo que ver con que sus textos hubiesen pasado a ser del dominio público, o que los editores hubieran reparado entonces en que podían darlos a la estampa sin pagar a nadie. Ésos fueron los casos, en su momento, de T. E. Lawrence y James M. Barrie, por citar a otros dos ingleses, protagonistas de un boom en el mercado editorial español en los treinta y muchos años que ya llevo yo pendiente de sus vaivenes.
Aunque creo recordar que antaño, cuando yo empecé a interesarme por la trastienda del muy noble y siempre improductivo oficio de las letras, los derechos de autor tardaban en prescribir más tiempo. Bien es cierto que, hoy por hoy, a los 70 años de la muerte de un escritor, puede publicar su obra cualquiera. El óbito de Collins se produjo en 1889. De modo que ya llevaba más de cien años muerto cuando las ediciones españolas de La dama de blanco (1860) y La piedra angular (1868), sus novelas más celebradas, comenzaron a sucederse. Así que puedo estar equivocado y que eso de los derechos sea una apreciación mía.
De lo que no hay duda es de que, si esa eclosión de las páginas de Collins no se hubiese producido, nunca se hubiera publicado Iólani o Tahití tal como era, su primera novela. Escrita en 1844, Collins, naturalmente, la intentó mover, la presentó a varios editores sin que llegase a interesarse por ella ninguno. El éxito, sin embargo, le llegó con su segunda entrega Antonina o la caída de Roma (1850) y ni él mismo volvió a acordarse de su primer texto, que languideció en el olvido durante un siglo y medio largo. Aunque al final de sus días su obra volvió a caer en la desgracia -se dice que le hizo perder el talento la degradación provocada por el opio, que consumía en forma de láudano, para aliviar los dolores de una artritis tan severa que hizo de él un toxicómano-, hubo periodos en que sus novelas fueron tan sobresalientes que hicieron de él uno de los grandes autores de la literatura victoriana. Si el propio Collins hubiera tenido algún interés en publicar Ioláni, hubiera podido hacerlo entonces sin ningún problema.
Escrita, como ya digo hace más de siglo y medio, nunca fue publicada -presumiblemente estuvo perdida durante casi un siglo-, esta ópera prima de quien hoy pasa por ser uno de los precursores de la novela de detectives conoció su primera edición en enero de 1999. Su traducción española me fue obsequiada a mí por sus editores -Valdemar- ese mismo año. Desde entonces he estado posponiendo su lectura y ha sido en estos días cuando finalmente la he acometido. Se me ha antojado como una de esas canciones, desdeñadas en la edición final de tantos elepés de la banda sonora de mi vida, que luego, treinta años después, se incluían -a modo de bonus track- en la edición en CD de ese mismo álbum. Por no hablar de esas tomas falsas, agregadas al que fue un disco inmortal por el mismo procedimiento. Ésas que, apenas comienza el desarrollo de la pieza se interrumpen bruscamente. Esas que, más que un registro de gratificación -el célebre bonus track-, parecen una faena o una tomadura de pelo. Todo un recuerdo de esos tipos que no eran capaces de concentrarse ni para escuchar una canción en su totalidad y la interrumpían sorpresivamente para volver a escuchar, una y otra vez, el verso que les gustaba a ellos, fastidiando a cuantos queríamos disfrutar del tema en su conjunto.
El de Ioláni… es un romance truculento: menos sombrío de lo que se anuncia, menos deudor de las novelas de Ann Radcliffe de lo que se dice, en base a la admiración que Collins profesó por ella. Por el contrario, sí que la encuentro muy en la estela del Stevenson de los cuentos de los mares del Sur y no sólo por estar ambientada en Tahití. El respeto con el que Collins se acerca al paisanaje y al costumbrismo de aquellos lugares -radicalmente opuesto al desdén y el desprecio que inspira cuanto no conocen a los autores decimonónicos europeos-, yo sólo lo había percibido en Stevenson. Aplaudo con entusiasmo esos sentimientos.
En cuanto al asunto, Ioláni… ya nos anuncia esas intrincadas tramas del Collins detectivesco, el que tanto celebramos en las postrimerías de la centuria pasada. Ambientada en el Tahití anterior a la llegada de los europeos -“tal como era” entonces, reza el propio título-, cuenta la historia del sumo sacerdote, Ioláni, y la heroica joven, Idia, que da a luz a su hijo. Las concomitancias con La letra escarlata (1850) de Nathaniel Hawthorne son evidentes.
Decididas a desafiar la costumbre tahitiana de matar a los primogénitos, Idia y su amiga Aimata huyen con el bebé y se refugian entre los enemigos de Ioláni. El sacerdote los persigue, poniendo en marcha una trama que incluye guerra civil, hechicería, ritos de sacrificio, enajenados furibundos, traición y amor. “La complicidad entre antiguas inquinidades (sic) es el único lazo reconocido entre los villanos” (pág. 140).
Ioláni… anticipa los temas a los que Collins volvería una y otra vez a lo largo de toda su producción: la opresión de figuras siniestras -esto sí que es de Radcliffe- y patriarcales. Pero también a la valentía de las mujeres enérgicas y poco ortodoxas -tan de nuestros días-, la psicología de la mente criminal, la hipocresía de los moralistas y las ideas victorianas de lo exótico. Ira Nadel en su introducción a la primera edición inglesa, se refería a la utilidad de este texto como estudio preliminar al posterior desarrollo de Collins como escritor, el de las obras maestras que aguardan. Por lo demás, su interés es muy limitado.
Puede que el autor pensase en la posteridad, en un tiempo venidero que habría de serle más favorable, cuando, tras haber archivado el manuscrito durante años, sabiendo próximo su fin acabó confiándoselo a un amigo. Esa idea me seduce más que el propio texto. Aquel original terminó en manos de coleccionistas privados, donde languideció en el olvido, mientras iba cobrando fama de novela perdida. Hasta que, sorpresivamente, apareció en el mercado de libros raros de Nueva York en 1991. Desde entonces, el poseedor del documento -ya con trazas de pergamino- ha querido permanecer en el anonimato.
Publicado el 22 de diciembre de 2023 a las 18:30.